miércoles, 28 de diciembre de 2016

Les fauves. La pasión por el color.




El fauvismo, uno de los “ismos” del siglo XX de menos duración. Desde el pasado 22 de octubre la Fundación Mapfre inauguró la exposición que, sin duda, muchos estábamos esperando (hasta el 29 de enero 2017) y a la que han dedicado dos años en su preparación. Rigurosa y larga, también libre y vibrante, como los miembros de este grupo. Un recorrido por cinco secciones a través de 155 obras (incluidos algunos ejemplares de cerámica y artes plásticas) dividido en cinco secciones y una pequeña salita de la cerámica entre fauvistas, con obras de todos (Puy, Matisse, Dufy, Derain, Braque, Manquin, Vlaminck, Camoin, Friesz, Rouault, Kees van Dongen).

Comenzaremos la exposición con los inicios de este grupo de pintores iconoclastas (que ni siquiera se otorgaron un manifiesto por el que se constituyeran formalmente, como es típico en grupos artísticos) hasta su desintegración en 1907. Es “El fauvismo antes del fauvismo”, una cita que se inicia en el taller de G. Moreau. El movimiento fauvista fue breve: 1904-1907. Radicales en sus planteamientos beben de los impresionistas para rechazar lo que éstos amaban.

Qué les define a estos jóvenes y qué define su pintura (observaremos estos denominadores comunes en la exhibición): intuición, intensidad, contraste continuo, plasticidad, arbitrariedad y saturación de color, tonos brillantes, antinaturales, transgresores, cromatismo irreal, ausencia de profundidad, borrachera de colorido. Son autores que reflejan lo que sienten (no lo que ven), sin tamiz, valientemente. Los colores, puros (incluso aplicados directamente de los tubos de pintura). No hay contornos perfectos, sí líneas generales, sí sentimientos. No hay detalle.

“Cuando hablo de color está claro que no hablo de los colores de la naturaleza, sino de los colores de la pintura, los colores de nuestra paleta, que son las palabras con las que formamos nuestro lenguaje de pintores (…), hago del color el elemento creador de la luz” (Dufy).

Matisse fue el padre y maestro de todos, instruido y cultivado (algunos, como Dufy, se enorgullecían de no haber pisado el Louvre). Todos sabemos que Matisse empezó a pintar -abandonando la carrera de derecho- mientras convalecía postrado en cama debido a una operación de appendicitis y su madre decidió regalarle una caja de pinturas para que se entretuviera (era el año 1890). Matisse conoció a Derain cuando alquiló un estudio nuevo para trabajar, Derain conocía ya a Vlaminck... pintaban unidos. En 1905, tras un verano juntos pintando en Coyvre, presentaron sus trabajos al presidente del Grand Palais de París, quien los unificó en una misma sala pues en ellos había cierta identidad, para exhibirlos en el Salon d’Automne de ese año, un centro abierto a tendencias nuevas desde que se inauguró la primera muestra en 1903.

De retratos y autorretratos. Todos se pintaban entre ellos, incluso se retrataron todos juntos. Viajaban juntos y se cuestionaban sus propias interpretaciones. Los retratos les apasionaban a los fauvistas (no así a los impresionistas). Entre ellos se interpelaban y estos retratos han de entenderse como la explicación plástica que cada uno de ellos daba sobre el otro (el ejemplo lo tenemos en los dos retratos de Matisse y Derain que el uno elabora del otro). En el “Portrait du peintre Étienne Terrus” (de A. Derain) la figura rebosa el lienzo y las pinceladas se plasman encima. Cada uno expone su traducción, su visión personal, formándose un sincretismo grupal.

El retrato de Derain a Matisse nos recuerda a la obra de este último “La Raie verte” (donde el realce se consigue con esa pincelada vertical). En todos hay un denominador común: las sensaciones de relieve se alcanzan con el color, dotando al cuadro de tonos cálidos y oscuros para aproximar y fríos y claros para conseguir la sensación de alejamiento (no se logran modelando el lienzo). Se imprime el color desde el tubo, es un color plano que (si acaso) se mezcla con el resto en el lienzo. Da igual el motivo (como en el cuadro de Matisse que hablábamos, donde la modelo fue a posar vestida de negro absoluto a posar) lo importante es investigar lo que nos permite el color.

"Acróbatas de la luz": La luz es el fruto del choque de intensidades de color. Esto provoca contraste y por tanto, luz. Esto que puede ser básico hoy supuso la ruptura en esa época. Los colores planos de los fondos de los cuadros son los que van a restructurar el espacio, no el tema ni los segundos planos.

Con el cuadro “Saint-Tropez, le coucher de soleil” Manguin consigue un efecto quemado radical, inundando la paleta con de amarillos, sienas tostadas, ocres hipersaturados, que los contrasta con violetas, morados y negros verdosos. Es la atmósfera de luz ocre del mediterráneo francés que embriagó a Manguin, aunque su paleta no llegó a ser tan libre e indisciplinada como la de Matisse o Derain. El paisaje o el interior es igual, se desligan del naturalismo. Viajaron al Mediterráneo y a la Costa azul y crean cuadros de estudio de la luz, pero aumentando el tono general de las paletas. Lo vemos en “Figure à l’ambrella” (Matisse), donde crea el cuadro de efecto quemado (es la saturación de amarillos y sienas tostadas, ocres).

Vlaminck, el más radical, tiene un cuadro maravilloso “Les couteaux de Rueil”, en el que bromea (muy propio de este pintor) con el puntillismo, pero con un enfoque aéreo de los viñedos y la carretera cerrando el encuadre. Él era un autodidacta, además de violinista, ciclista y escritor de varias novelas. Un trabajador sin método, transmitiendo lo que veía instintivamente. Le operaron de apendicitis y tuvo que guardar reposo y se volvió loco. En el encierro se volvió loco, de ahí estos cuadros, abigarrados en el encuadre, donde no existe el aire, ni la profundidad

"La fiereza del color": Se recogen las obras más “fieras” de este grupo, fruto precisamente de la exposición que les fortaleció pese a las agrias críticas de prensa y medios (el Salón de Otoño de París en 1905). Impregnan los cuadros de pinceladas libres y espectaculares, de tonos intensos.

Derain viaja a Londres por un encargo de Vollard y realiza un Big Ben diferente de colores antinaturales, antagónicos, con pinceladas superpuestas a trompicones y plasma iconos como el puente sobre el Támesis, astilleros del río, transformándolos por el uso de rosas o amarillos en el cielo y aguas verdes (“Barque sur la Tamise”, de Derain). Recordamos en esta sección el pensamiento de Matisse sobre el color: éste es el vehículo de expresión. Decía “me limito a elegir un color adecuado a mi sensación que quiero transmitir. Es un color subjetivo”. Según Matisse, los colores debían expresar sentimientos, de hecho bebió de sinestésicos como Rimbaud y Baudelaire y él mismo dio sinestesias a los colores (éstos expresan emociones).

Hay otra parte en esta misma sección dedicada a las pinturas de los fauvistas provenientes de “El Havre”. Se habían incorporado el normando Dufy, Braque y Friesz, que eran amigos entre ellos desde los 17 años (en el caso de Dufy). Ellos tres son los últimos en llegar. Friesz viajó con Braque (también con Apollinaire) y recorren los paisajes de Amberes y La Ciotat y reinterpretan conjuntamente las escenas visitadas. Dufy y Marquet, por ejemplo, viajaron por la costa de Sainte-Adresse aprovechando su desplazamiento a la exposición del Cercle de l’Art Moderne en el Havre. Comparten no sólo sesiones de trabajo juntos y al aire libre sino también sus inquietudes y pensamientos. Vlaminck, por su parte, continua pintando cerca de Chatou paisajes expresionistas, de colores desbordantes.

"Los senderos se bifurcan": Esta última sala cierra la exposición. Nos encontramos con obras muy diferentes en todos ellos, preludio de las tendencias expresionistas y cubistas en Europa. El grupo, como tal, se separa pues habían surgido nuevos caminos de manifestación artística y cada uno toma el suyo. En el caso de Kees van Dongen se ambienta en los burdeles parisinos, circos, lugares que frecuenta con Picasso, dotando a sus obras de la sordidez de estas atmósferas. La pincelada se violenta aún más, decantando la crueldad de la vida en tales escenarios. En otros, el dibujo sintético de “Musique” (A. Derain), de inspiración en danzas antiguas, costumbristas y en el que sólo intensifica el exterior, nos recuerda ligeramente a la “Danza” de Matisse. Dufy empieza a impregnarse de la estructuración geométrica de Cézanne, una especie de vuelta a los orígenes (“Usine a l’estange”, donde sobresale a codazos la fábrica entre tanta planta. Amanecía con vigor una inédita concepción (hasta psicológica) de la pintura.

Si, además, queréis contextualizar este movimiento y disfrutar con “Le carnaval des animaux(Camille Saint-Saëns) o alguna obra más poética (menos conocida y no para todos los públicos) de Gabriel Fauré (La chanson d’Eve, o Penélope), el placer de los sentidos os llegará profundo y el espíritu rebosará colorido, sinestésico. Si no, podéis quedaros con su más célebre Claire de lune.

Nada más ni nada menos.

jueves, 22 de diciembre de 2016

Ainielle existe: excursión con niños en las montañas.



Ainielle está abandonado desde hace muchos años, como otras muchas localidades que claudicaron ante el desarrollo urbanístico y la precariedad de los medios de las villas que debían pasar los duros inviernos incomunicados. Pertenece al municipio de Biescas.
Os vale de visita, si por casualidad estáis en el Pirineo oscense. Si, además, habéis tenido la oportunidad de leer anticipadamente el librito “Lluvia amarilla”, de Antonio Llamazares, que os recomiendo vehementemente, entonces el día os saldrá redondo. La visita a esos parajes será –os aseguro- inolvidable.

Hay lugares que permanecen en el recuerdo inalterables. Ainielle es uno de ellos sin duda. Lo descubrí como también muchas cosas ocurren en la vida: por causalidad (que cada día, por cierto, suscribo más la idea de que la casualidad no existe, como tampoco la suerte de los grandes números, sino que el pensamiento alternativo se pone a trabajar de tal manera que el mini universo que te rodea acaba por ponerse a tus pies y darte lo que andabas buscando).

Hablando con Eva y Raúl de todo y nada, de chocolates y mermeladas artesanas, nos dieron la pista de esta excursión y hasta me prestaron el libro dada mi insistencia en indagar sobre el tema. “Lluvia amarilla” relata vívidamente la historia de su último habitante. Historia sobrecogedora, tanto que deseas ir a reconocer el paraje que sirve de excusa a la ficción, sus casas, la hiedra furiosa que se ha comido las paredes de la iglesia y que amenaza con destruir la última casona, arriba a lo lejos del camino, del lugareño que se dejó morir en su pueblo. Porque, si has leído el libro (en una tarde se termina a paso bravo de lector), no deseas ver el pueblo sino los fantasmas que le dieron –antes de su abandono- vida larga aunque difícil.

Leed el libro antes de visitarlo, os lo sugiero, hará la experiencia singular. No os desvelo más (aquí encontraréis una web con datos útiles para llegar), os dejo la experiencia a vuestro discernimiento y sentidos. ¡Sí, preparaos para escuchar el agua del molino, oler el pan caliente y visualizar esa nieve fría en los pies helando el cuerpo y a la que los vecinos se hubieron de adaptar!

viernes, 16 de diciembre de 2016

Gestionar emociones: Comunicación no violenta.




"Las emociones hablan de mi, pero no son yo" (windymab)

No es sólo una labor de adultos gestionar unos sentimientos que se exteriorizan, muchas veces, impulsivamente.

Asistí recientemente a una conferencia de la psicóloga Elena Dapra Sobre cómo disfrutar con tus hijos de la (su) adolescencia. Muy clarificadora pues, aunque los basics nos son conocidos, en ocasiones es imprescindible un recordatorio que nos haga un repaso de conceptos ya cifrados como adultos. Me resultó interesante la afirmación según la cual no nos han educado para gestionar las emociones. Creo que, efectivamente, es cierto, ya que como adultos nos hemos visto forzados a gobernar nuestros impulsos, aplicando nuestro leal saber y entender, pero sin un proceso educativo previo. Nadie nos ha enseñado y hacemos lo que podemos (que en general no está nada mal, para un aprendizaje autodidacta y experiencial).

Sin embargo, nuestras relaciones interpersonales y sociales (en un sentido amplio) avanzarían mucho más positivamente si nos hubieran disciplinado (y nosotros educáramos ahora a nuestros niños, adolescentes y jóvenes) en la gestión de las emociones. Precisamente, los vaivenes de crispación, enfados, nervios, es decir exaltaciones desmesuradas de cualquier tipo (positivas o negativas), no se radicalizarían como estamos habituados.

Pues hay esperanza: la gestión de las emociones se aprende. Lo que ocurre es que desgraciadamente no se enseña (ni en la mayoría de los colegios ni en las familias). Pero se puede cultivar mediante técnicas que no son difíciles ni complicadas. Si nos instruimos convenientemente (o enseñamos a nuestros niños a ayudarse con estos métodos) lograremos que se estandaricen. A esto se le llama conseguir un hábito. Y en concreto el del control de las emociones es de lo más saludable. ¿Por qué? Pues porque si esta costumbre se ha interiorizado ya (es decir, si las emociones aparecen) entonces las puedo controlar.

Cuidado no confundamos “controlar” una emoción con “eliminarla”, ya que lo último no es posible. Con lo primero realizamos una administración consciente de nuestro ser más íntimo, nuestros sentimientos interiores, fruto de las lógicas y naturales pasiones diarias. Sin embargo, lo segundo es inviable ya que es imposible evitar su aparición (ni siquiera temporalmente), mucho menos erradicarla. Forman parte de nuestro universo íntimo en tanto que seres humanos. De lo que se trata es de dirigir el resultado; o bien pongo distancia ante esa emoción (porque ya he elaborado ese aprendizaje), la pongo nombre, la denomino y la permito estar en mí, o bien dejo que salga con toda su virulencia, sin procesarla. En el primer caso, yo me encargo de mi emoción (que existe, por supuesto, pero no me arrebata con ella); en el segundo caso, ella me dirige sin que yo pueda atisbar que se trata de una emoción subjetiva (que no un hecho), que me arrastra.

Las emociones desconectadas, desmadradas (inmaduras) sólo pueden agrandarse. Lo vemos a diario en continuos episodios (digamos que “ligeros”) como insultos si nos adelantan en coche, contracturas por atascos y enfados, estrés mal conducido, etc. Sin embargo, tras la gestión interiorizada se llega al control de aquéllas. Es un proceso que sigue su rumbo. Y personas más controladas emocionalmente son más libres, están emancipadas y actúan con independencia de sensaciones momentáneas.

¿Cómo emprender el camino?: hay tres fases en el proceso de gestión de emociones que finaliza en la educación en valores.

El primer tramo tiene que ver con la comunicación no violenta. Es decir, hablemos entre nosotros y hacia el otro con un lenguaje de vida, acerca de sus necesidades, no de juicios (ni siquiera valores), no de dominación. Enfoquemos las conversaciones de forma neutral atendiendo a los hechos, sin valoraciones (tener o no razón es el típico enunciado que nunca falla). Es una comunicación que cuida al otro pues le tiene en cuenta, se da cuenta de las necesidades de la otra persona que están escondidas en el diálogo. Se puede cultivar y es absolutamente enriquecedor. Lo que se logra es, precisamente, conseguir que las necesidades del otro queden cubiertas de la mejor manera posible. Pensemos que cuando alguien habla de forma violenta realmente está queriendo decir que sus necesidades están en riesgo, PERO no lo sabe expresar (incluso, ni siquiera sabe que no lo sabe expresar). Cuando nos comuniquemos con los adolescentes o niños (aunque también es aplicable a cualquier grupo humano), debemos hacerlo desde una posición de alguien que observa y sugiere una vez que ha entendido cuál es la necesidad del otro (y no es fácil decir qué queremos, deseamos y detestamos).

El Segundo paso tiene que ver con la gestión de las emociones. Quien acoge y se encarga de ellas o de sus sentimientos está en su centro, vive equilibradamente y lo proyecta. Más aún, si ciudadanos y sociedades civiles procedieran así la humanidad sería más amable. Sabiendo cómo estoy o me siento, entiendo al otro de enfrente y comprendo cómo puede estar y sentir.  Y si me respeto y acepto mis pasiones (que ellas también soy yo), automáticamente mi escala de valores se reconfigura, será distinta en relación conmigo mismo y con respecto al mundo exterior. Si poseo una gestión madura de mis emociones, las propias no me desbordan, como tampoco las externas.

Por crucial, comencemos  con nuestros alumnos, niños, jóvenes, adolescentes, nuevas generaciones, a hablar sobre sus sentimientos. Es liberador y conduce a la tan deseada resiliencia, a la adquisición de un correcto discernimiento, a un maduro autocontrol que a muchos se les escapa. Les haremos mucho bien ya que habrán aprendido desde pequeños a gestionar sus fortalezas: si uno conoce sus emociones es capaz de aplicar con total acierto sus fortalezas (que también habrá aprendido a reconocer) a cualquier adversidad, tiene suficientes “colchones internos” para hacerle frente.



Completado este segundo paso, se accede al tercero, lógico: la educación en valores. Ésta se obtiene cuando de las dos etapas anteriores se han obtenido resultados (de la comunicación no violenta y la adecuada gestión de emociones) aquéllos nos abocan irremediablemente a reflexionar y considerar otro tipo de universo propio de fundamentos. Éstos configurarán nuestro ADN interior. Ya no nos valdrá cualquier principio, hay una toma de consciencia de lo que para nosotros es de admirar y seguir, descartándose lo fatuo.




Los adultos de nuestra generación nos hemos visto abocados a aprender tramitar emociones por nuestra cuenta, siempre autodidactas y -aún y todo- nos cuesta en ocasiones frenarlas. Facilitemos esa instrucción a nuestros hijos para que, desde pequeños, recurran de forma normalizada a comunicarse sin violencia con el otro, a dar nombre y gestionar sus emociones internas sin rubor, a crecer en el autoconocimiento, a estar educados en (otros) soportes mucho más valiosos para una vida estable. Les habremos posibilitado mirar su futuro personal, social y profesional de una manera más afortunada.

lunes, 5 de diciembre de 2016

Soledades






Sueñas, en esa niñez curiosa,
rozar tu propio firmamento y, así,
vas despertando los días
con trémula seguridad innata.

 Si me preguntas qué opino
-y aún conociéndote poco-
diría que en ti habita un duende
poseedor del don extraño
de hacer sentirse especial
en particular a cada persona.
 
Si me pides un deseo, en tu lugar
rogaría al Cielo por tu dicha.
Y todavía más, mi plegaria sería
que tan sólo mi silencio derramaría
pues siendo el lenguaje
lo más humanamente bello
creación no divina, es finito
habiendo sentimientos que no puede desvelar
ni el más ajustado abecedario,
ni el más inabarcable académico.
 
La soledad, esa amiga fiel,
que acaricia con sus manos frías,
que tan necesaria es en tiempos
que duelan heridas de antaño
tocando sus yagas abiertas
no es tan fascinante
como que duela el darse
permanente la soledad de ermitaño.

 

 

miércoles, 23 de noviembre de 2016

La erótica de los títulos universitarios y el cargo.




 

“Así que, ya ven, eran capaces de aprobar los exámenes y “aprender” todo aquello, y no saber nada en absoluto, excepto lo que se habían aprendido de memoria” (Richard P. Feynman, Surely you’re joking, Mr. Feynman. Adventures of a curious character)
Estamos obsesionados con acceder a la Universidad. Provocamos esa misma compulsión en nuestros hijos quienes, pacientemente y sin mucho –o ningún- sentido crítico, ni siquiera opinión o parecer, respaldan con fe ciega e incuestionada nuestras pautas. Desde que se construyeron, por otros motivos loables (todos los recordamos, así como también el momento que España vivía), no han dejado de, también, construir una concepción errónea de los niveles superiores de la educación, de su significado, sentido último y características, así como de los requisitos necesarios en quienes los cursan. Porque sí, la educación, como derecho prioritario que es, pero, asimismo, como bien que se debe dejar en herencia a nuestros hijos, ha de ser universal, sin duda. Nadie bien pensante creo que puede cuestionarlo, pues gobiernos, empresas, PIB, continentes, se habrán de nutrir de generaciones preparadas. Son el inestimable capital intangible que engranará la sociedad y riqueza futura de cada país, de nuestro país. Sin embargo, esa preparación a la que me refería debe ser conscientemente construida, con discernimiento sensato. De nada vale, entonces, que tantos y tantos estudiantes deseen (por la insistente, ofuscada predisposición a la que han sido expuestos, a la que mencionaba al principio) acceder a una carrera universitaria como exclusiva (y excluyente) solución a sus males y futuro profesional. No todos los pupilos (y esto sucede a padres que nos empeñamos en el mejoramiento de las condiciones de vida de nuestros vástagos como si fuera el regalo que necesitan) pueden promocionar a la universidad por una sencilla razón: puede que no estén preparados intelectualmente. Y no digo en el sentido cultural, sino en cuanto a sus habilidades cognitivas (coeficiente intelectual). Con franqueza, no todos valemos para acceder a unos estudios que requieren dosis de capacidad más alta que en estudios de secundaria y bachiller. No todos son aptos para afrontar la exigencia y excelencia que se presume a los estudios de grado superior.

Y esto, que parece una perogrullada, me parece que no nos lo aplicamos a nuestros casos, al menos en España. Nos sigue enloqueciendo la erótica del título, de la licenciatura, a toda costa, y nuestros hijos son los principales afectados porque sufren. Es curioso que mantengamos esta convicción, cuando paradójicamente el mundo más desarrollado nos notifica diariamente lo contrario. Estamos hartos, convendréis conmigo, de leer noticias sobre el cambio de tendencia. Rectores de las universidades más potentes (normalmente EEUU/UK) reclaman un nuevo paradigma de estudiante. Y empresas de las más potentes (no en España, salvo excepciones), muchas tecnológicas, cierto, ya solicitan perfiles radicalmente distintos a los que se venían demandando. Opiniones como que ya no son tan importantes los currículums, sino gente que resuelva problemas, que la universidad no enseña a pensar amanecen frecuentemente en prensa. Los estudios (y menos, los universitarios) ya no serán la panacea que asegure el porvenir de nuestros hijos y garantice su estabilidad económica, social y profesional. Hay un cambio de paradigma que más tiene que ver con las habilidades emocionales, de crítica y resolución creativa de conflictos, argumentación y negociación, que con los conocimientos estrictamente técnicos.

¿Por qué, entonces, nos obcecamos en que la única salida es la que “contiene” una carrera universitaria?. Ni siquiera su (eventual) consecución exitosa nos promete nada. Con tal obstinación, precisamente se consigue lo opuesto. Generación tras generación nos encontramos con estudiantes desanimados, que renquean a lo largo de (eternos) años académicos, suspendiendo asiduamente, hasta que finalmente se les otorga el ansiado título, que no es indicativo de ningún saber. Y piensan que el mundo es el que está en contra suyo. No son ellos el problema –piensan-, sino los demás, el sistema, la extrema y delirante exigencia de los programas lectivos, del profesorado que examina el conocimiento académico exagerado, de la amplitud de las asignaturas inabarcables. Invariablemente salen a la calle las mareas, los tsunamis, los grupos de presión, pidiendo que el nivel educativo sea más benevolente y así poder sobrellevar la opción de carrera elegida. El mundo al revés.

Nos tropezamos con jóvenes que hipotecan “sangre, sudor esfuerzo (quizá éste no tanto) y lágrimas” para la consecución de un fin sin éxito asegurado. Se transportan por pasillos interminables de facultades impersonales remolcando su deteriorada autoestima, lo que queda de ella. Todavía la sangre y el sudor tienen soluciones asépticas y un paño o esparadrapo pueden curar heridas abiertas. Del esfuerzo, ni hablamos, porque –si bien se presupone en estos escenarios, no tiene por qué darse forzosamente. De hecho, me temo que no se aplica porque ¿quién es el aguerrido que, teniendo cursos suspensos y años por delante, va a esmerarse por luchar? AL final, el título se obtiene, pese a la década que hayan dilapidado. Tirar tiempo a la basura, sí, dejarse el pellejo… ¡hombre, no exageremos!.

Me preocupan las lágrimas, pues son de desaliento y humillación. Sentimientos complicados de transformar. Porque es una realidad verles lánguidos, ausentes ocasionalmente, abatidos por las perspectivas inciertas y desafíos profesionales que, lejos de retarles, les desaniman y hunden. ¿Eran suyas las expectativas o las nuestras?

Desde luego, el problema no es de nuestros hijos, no. Es nuestro, como padres, de gobernantes, educadores y los mismos sistemas educativos mal enfocados. Porque no les adiestramos en valores como la dignidad del trabajo, de cualquier trabajo. Si les instruyéramos en que también ejerciendo otras labores que no impliquen estudios de alto grado se honra la persona, que no es más denigrante arreglar sistemas eléctricos, ser jefe de sistemas generales en empresas, o jefe de obras domiciliarias, o arreglar cerraduras, dar servicio en tiendas y puestos, les haríamos un gran favor. Si formáramos personas integrales, honestas, cultas y educadas, obtendríamos una sociedad más feliz, unos jóvenes (ontológicamente) dichosos, condición humana tan solicitada y más valiosa que llegar a ocupar el cargo de dirección general.

El informe Panorama de la Educación 2014 concluyó que el desempleo de los titulados españoles triplica la media de los países de la OCDE. Los motivos son, lógicamente, numerosos, entre ellos también el aumento de la brecha de jóvenes de entre 15 a 29 años que ni estudian ni trabajan. El correspondiente del año 2016 sigue afirmando que gran parte del alumnado que termina Secundaria en España tiene una orientación clara de acceder a la Terciaria, provocando que el porcentaje de adultos con niveles de Secundaria es la mitad que la media de la OCDE y que el 55% de la población adulta joven ha cursado bachiller (frente a, por poner un par de ejemplos: Noruega, con un 38,6% o Alemania, con un 12,1%). Si añadimos que los que estudian no lo hacen sino para financiarse una vida a la mayor brevedad posible y-por tanto- sirviendo al sistema productivo de occidente, pero sin un discernimiento lúcido acerca de sus motivaciones más íntimas y verdaderas, el gap no hará más que incrementarse.

Pero también pesa la erótica del poder, mando y nivel, nos hunde el afán de detentar un “jefe” que añadir a nuestra tarjeta de visita., asimilar que la felicidad sólo se obtiene si se ha arribado a un (supuesto) nivel jerárquico, en una empresa (supuestamente) potente o de referencia. Definamos antes qué entendemos por nivel, potente, de referencia, dado que son términos subjetivos, pues sólo dilatan el ego (¡qué malo es dejarle acampar!).

Mientras tanto, nos tropezamos con un segmento de población joven desanimada y deprimida y, a lo  peor, frustrada. ¡Pero si los hemos falseado!. Su proceso educativo ha sido un desastre –personalmente hablando- con un objetivo en muchos casos inalcanzable porque, repito, hay que estar entrenados para darlo todo y más en estos rasantes. Y, claro, esto desmotiva. A (más corto que largo) plazo tenemos muchachos con una baja autoestima, inmaduros e impedidos para llevar las riendas de su propio destino. ¡Pues claro!, si cuando era nuestro cometido responsabilizarles sobre su proyecto, sus deseos conscientes más vitales (que luego pueden ir de la mano con la instrucción que aspiran recibir), les hemos taponado y teledirigido al callejón del estudio de grado superior, opción irrefutable, cuando lo que matamos fue su capacidad de autocrítica, de cuestionar, su búsqueda personal y profesional, en definitiva, de soñar.

Ya no creerán que pintando, escribiendo, gestionando equipos, arreglando un mueble destartalado o constituyendo una fundación que ayude a tanta gente necesitada también nos realizamos. Y, además, de manera muy valiosa. Ya no confían en que también así serán dichosos, aportando un valor inestimable a nuestra sociedad dormida. Siendo tan conscientes de sí mismos podrían alentar a otros a imitar tal camino. Y, si esa formación ha de ser Secundaria de Grado Superior, Terciaria de ciclo corto, de grado o máster o doctorado, pues “amén”, pero lúcida y responsablemente adoptada por ellos.

Más nos vale que formemos a nuestros hijos en desarrollar sus capacidades de autopercepción, en el descubrimiento de lo que honradamente anhelan y de lo que son capaces, pues serán felices y en definitiva, libres.