martes, 3 de octubre de 2017

Zuloaga en el París de la Belle Époque. 1889-1914



Mapfre nos abre las puertas -hasta el 7 de enero 2018- del bilbaíno Ignacio Zuloaga.

Las primeras salas van dedicadas a sus comienzos. Rostros macilentos, “La tía Luisa” o “El viejo verde” llenan las paredes. Fruto de su amistad con Émile Bernard Podremos contemplar obras de su gran amigo Émile Bernard (bárbaro su “Mendiants Espagnols” de pieles cetrinas, con ojos estrábicos, y un Autorretrato). 

La exposición también reúne obras de su época netamente parisina que dialogan con otras de autores coetáneos (Pablo Picasso, Henri de Toulouse-Lautrec, Paul Serusier con un “Sous-Bois” con aspecto chinesco, Maurice Denis, Eugène Carrière, Giovanni Boldini con su extraordinario, etéreo, “Retrato de Mme. Charles Max”, o Jaques-Émile Blanche, entre otros) e, incluso, una selección escueta de adquisiciones suyas de sus admirados Goya y el Greco (“Zuloaga Coleccionista”) que fue comprando a lo largo de su vida (no quería ser ingeniero, como pretendía su padre). Es el momento álgido de su imbricación extranjera. Se codea con los intelectuales y aristocracia parisina, coleccionistas rusos (su amigo Ivan Shchukin le difunde la fama en Rusia, Mapfre ha traído el cuadro de “La Rusa”). Amistades importantes que le proyectan fuera de las fronteras francesas. El busto de Mahler, sencillamente único) se lo regaló su amigo Rodin. También él recibe encargos de prohombres de la época, fruto del entorno del que se ha contagiado. Ahora bien, ¿cómo son sus retratos?: vigorosos, con carácter (él no es pintor psicológico de almas y estados de ánimo), adustos, erguidas si están de pie, imponen una fuerza que trasladan al espectador. Son poderosos

Nos paseamos, pues, por un par de espacios en los que se nos presenta un Zuloaga romántico, retratista por antonomasia, incluso con cierto aire simbolista en el uso de estos recursos en muchas obras (algunas en la exposición).

La muestra pretende dar a conocer la faceta internacional de este pintor, tan encasillado a su condición de “pintor del 98” (“la cuestión Zuloaga” se discutía en las tertulias de café de la Generación del 98), cuando –dicen- él mismo no se sentía así, fue víctima del debate de su pertenencia a esa Generación. Pasó un total de 25 años en París, se casó con una parisina aristocrática (su suegro era banquero) y se codeó con la alta sociedad de este país, lo que le originó una fama que llegó muy lejos (aunque en algunos comienzos arrollara Sorolla en las muestras internacionales).

Zuloaga era un pintor con regusto nacional, pero le gustaban las amabilidades y fastos parisinos, ya hemos dicho. Ahora bien, también quería plasmar el carácter e iconografía de regiones de su país. En la sección “Vuelta a las Raíces” se nos aparenta más este retorno patrio (“La merienda”, “El reparto del vino”), la de la España negra, la del siglo de Oro. Es la representación de lo español, de nuevo busca lo originario, lo menos industrial. Las arrugas de la tez que dan sabiduría de la vida difícil, de edad indefinida los cuerpos no doblegados aún a las dificultades del entorno rural, deformidades (el maravilloso “Enano Gregorio el Botero” o “Dª Mercedes”) y grotescos. La humilde condición. Amenizan la sala obras de Picasso (enana y una celestina tan diametralmente opuesta a la de Zuloaga que impresiona), varias celestinas, “un tipo de Segovia” prestado por el reina Sofía. Para terminar: sus “Mujeres de Sepúlvea”, donde el paisaje ya es en sí mismo una representación esencial. Paleta muy empastada, las mujeres nos dan la bienvenida a este pueblecito medieval, sus mantones y arrugas casi se confunden con las líneas de las hondonadas y caminos del pueblo. Retrato + composición paisajística, que tienen la misma expresividad. Él vuelve a España y a la sordidez de lo español, y queda probado con las comparativas de obras de distintos autores expuestas en la muestra.

Internacional y cosmopolita, sin duda, pero encariñado con el imaginario español. Así se entiende mejor la propuesta de Mapfre.